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Alerta: pandemia

«Si un brote de un nuevo y agresivo virus estallara mañana, el mundo no tendría herramientas para evitar la devastación. Morirían entre 50 y 80 millones de personas y liquidaría el 5% de la economía global. No contamos con las estructuras suficientes para hacer frente a la próxima pandemia letal.»

Este fragmento aparecía en el periódico El País a primeros de octubre de 2019, en una noticia que hablaba sobre una reunión mantenida por un grupo de expertos de la Organización Mundial de la salud (OMS) y el Banco Mundial. Tres meses después, se desata una de las mayores pandemias de los últimos tiempos.

Que podría ocurrir una pandemia era algo que podía intuirse por una razón histórica obvia: las grandes epidemias son periódicas. Los científicos nos han venido advirtiendo del peligro de que ocurriera desde hace años. Básicamente porque las epidemias han ocurrido de manera frecuente y repetida. Hace cien años hubo una terrible epidemia de gripe conocida como gripe española, que se llevó por delante a 50 millones de personas. En 1957 también hubo una fuerte epidemia de gripe en Asia, la gripe asiática, también con una virulencia devastadora. Y en 2009 la OMS catalogó como pandemia el brote de gripe porcina derivada del virus H1N1.

Pero no sólo los virus de la gripe son los responsables de estas temidas epidemias. También los coronavirus son candidatos excelentes para cambiar de hospedador: saltan desde los animales donde circulan a los humanos —lo que se conoce como zoonosis, y se convierten en protagonistas de una nueva pandemia. Prueba de ello son los brotes de SARS aparecido en China en 2002 y el MERS en la península arábiga en 2012. Ambos fueron causados de coronavirus que afectan a animales salvajes. Sin embargo, estos brotes pudieron contenerse antes de que se propagaran por todo el mundo como lo ha hecho el SARS-CoV-2, el causante de la COVID-19.

Pandemia de 1918.  Cualquier parecido con la actualidad es pura coincidencia.

Los efectos que ha producido el nuevo coronavirus en el mundo han tenido una gravedad tremenda desde el punto de vista sanitario, científico y económico. Sobre todo, están afectando a la vida social de las personas y a la salud mental de las mismas. La distancia social, el aislamiento, el miedo al contagio, la crisis económica y la pérdida de seres queridos están ocasionando problemas psicológicos que, desafortunadamente, se van a mantener a medio y largo plazo. Así lo vaticinaban los expertos y así lo estamos viviendo. De hecho, el director general de la OMS, el Dr. Tedros Adhanom Ghebreyesus, augura que el impacto psicológico de la pandemia acarreará una «crisis de salud mental» a escala global.

Quizás lo peor de todo es que, en estas situaciones de crisis social y política, tendemos a achacar el sufrimiento emocional a la «enfermedad mental», lo que contribuye a la medicalización y psiquiatrización. Es un caldo de cultivo para que se desate una «pandemia de salud mental».

Ante este escenario, la pregunta es: ¿Estamos preparados para afrontar tal crisis de salud mental?

 

Crisis de la psicofarmacología

Son muchas las personas que acuden al médico por problemas de malestar emocional, y no con poca frecuencia esto se salda con la prescripción de un psicofármaco. En las últimas décadas, el consumo de tranquilizantes, ansiolíticos y antidepresivos en las sociedades occidentales ha crecido hasta colocarse entre los medicamentos más prescritos y consumidos en todo el mundo.

Estos fármacos se desarrollaron durante los 80 y los 90. Desde entonces han sido recetados para casi todo: ansiedad, pánico, trastornos de déficit de atención, drogodependencias e incluso para la tristeza. La efiacia de algunos de estos fármacos está discutida en la actualidad. Y es que la mayoría de los psicofármacos convencionales no están dirigidos a tratar la raíz del problema per sé. Lo que hacen realmente es aliviar la sintomatología producida por la enfermedad.

Muchas personas con trastornos psicológicos como el trastorno de estrés postraumático (TEPT) o la depresión toman ansiolíticos o antidepresivos a diario para paliar los síntomas. Al tomarlos, normalmente se sienten mejor (a pesar de que existen un montón de efectos secundarios asociados), pero no suelen resolver su problema particular.

Además,  durante los últimos cuarenta años no se ha descubierto ningún fármaco novedoso en psiquiatría. Los nuevos psicofármacos son modificaciones químicas de las moléculas ya conocidas, pero no superan su eficacia. Carecer de medicamentos novedosos y eficaces provoca que algunas patologías se cronifiquen a base prescribir un tratamiento diario con estos psicofármacos. Por si esto fuera poco, la interrupción del tratamiento conlleva la aparición de síndromes de abstinencia

Algunos fármacos antidepresivos de uso clínico.

Durante la década de 1950, psicólogos y psiquiatras utilizaron drogas de perfil psiquedélico como la LSD, la psilocibina (compuesto activo de las setas alucinógenas) o la mescalina (del cactus del peyote) para el tratamiento de varios trastornos mentales; entre ellos el alcoholismo, la ansiedad, la depresión y la angustia existencial. La comunidad médica de aquel entonces consideraba estas sustancias psicodélicas como medicamentos milagrosos.

Pero la llegada de estos compuestos estuvo vinculada a la aparición de la contracultura hippie que cristalizaba en los años 60 y que abrazaba la experiencia psicodélica como rito de pasaje. Ante el uso generalizado de estas drogas con fines recreativos,  a principios de la década de 1970 se instauró un nuevo pánico moral.  El uso de estas sustancias pasó a estar prohibido sin tener en cuenta su uso médico. La prohibición no solamente relegó estas sustancias a la ilegalidad, sino que impidió terminantemente la investigación científica con ellas. Su uso terapéutico quedó en el olvido.

Hoy, tras cinco décadas de experimento prohibicionista, estamos comenzado de nuevo a vislumbrar los resultados: en Canadá se está utilizando psilocibina para tratar la angustia existencial en pacientes con enfermedades terminales; en Reino Unido también se está ensayando con éxito la psilocibina para el tratamiento de la ansiedad y la depresión; en Estados Unidos, la MDMA (éxtasis) está en la última fase de ensayos clínicos para el tratamiento del TEPT, donde ha cobrado especial fuerza en la terapia de soldados veteranos de guerra; la ketamina ya forma parte del repertorio farmacológico contra la depresión mayor; en Suiza, la LSD se emplea como fármaco de uso compasivo, y en España, la fundación ICEERS ha comprobado que las ceremonias de ayahuasca ayudan a resolver los procesos de duelo.

Fármacos psicodélicos con potencial para tratar enfermedades mentales.

 

La apuesta por los psicodélicos

Alguien podría tachar estas observaciones de una apología al uso de drogas. Nada más lejos de la realidad: estos usos serían, en todo caso, antidrogas, ya que mientras los actuales psicofármacos han de tomarse hasta tres o cuatro veces al día cada día durante meses, las medicinas psicodélicas suelen ser administradas una única vez. Es decir, una sola toma —a la que siguen sesiones verbales de psicoterapia— es capaz de inducir un viaje interior. Es en este viaje donde el paciente afronta su problema psicológico con una perspectiva emocional diferente.  En la mayoría de los casos, logra resolverlo.

Quizás sea hora de cambiar la percepción sobre estas sustancias y despojarlas de la propaganda tan negativa que han sufrido durante todo este tiempo. Apostar por su investigación científica es apostar por el beneficio de todos. Porque cuando la pandemia acabe, es probable que muchos queden afectados psicológicamente, ya sea por la falta de contacto social, por la pérdida de un ser querido del que no nos pudimos despedir o por el miedo y la incertidumbre que nos desgasta. La medicina psicodélica podría ser una herramienta eficaz para combatir las secuelas de la pandemia.

Os dejo con esta conclusión del Dr. José Carlos Bouso, director científico de ICEERS, en su artículo «El papel de los psiquedélicos en la crisis sanitaria de la COVID-19» publicado en la Revista Cáñamo:

«Nuestra propuesta, además de paliativa, es también preventiva: los gobiernos deberían empezar a autorizar a profesionales de la salud mental sustancias alucinógenas en sus prácticas clínicas no solo para ayudar a revertir las secuelas de la crisis, sino como “vacuna” psicológica protectora en caso de nuevas pandemias. Esta vacuna psicológica permitiría a las personas estar mejor preparadas para afrontar la enfermedad, en caso de que les toque y, en el peor de los casos, la muerte.»

 

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